Sunday, December 07, 2008

 
Sean Penn resucita al primer icono gay


Fue pionero en abrir senda durante unos tiempos de hostigamiento en Estados Unidos y exponerse en un gremio repleto de complejos: salió del armario para ocupar un puesto de responsabilidad política en los años 70. Se transformó en icono por ello, aunque declarara su homosexualidad en un contexto social ciertamente permisivo como el que enmarcaba San Francisco. Luego devino mártir, asesinado a tiros por la intolerancia de un político perturbado. Se llamaba Harvey Milk (New York, ı930-San Francisco, ı978) y figura con letras de oro –y arco iris– en el santoral gay a escala global. Supervisor (equivalente a concejal) del ayuntamiento de la ciudad del Golden Gate, tuvo un influjo tremendo para la causa, una estela que arrambló tabúes y conquistó terrenos sociales jamás hollados por los de su comunidad. En unos meses, su influencia se magnificará gracias al celuloide. Ese monumental intérprete llamado Sean Penn se enfunda su piel en un biopic que ahonda en su figura. Y a decir de los entendidos en matices actorales, huele a Oscar, con lo que la vida y postulados de Milk, que así se titula la película dirigida por Gus Van Sant, llegarán a una audiencia planetaria. Como preámbulo, en su multitudinaria premiere en Los Ángeles el filme fue aplaudido durante ı0 minutos.
Treinta años después de su magnicidio –y con el advenimiento del mesías Obama aún en las retinas–, Harvey Milk resucita con una polémica del tamaño del penal de Alcatraz. Si levantara la cabeza se felicitaría por los avances civiles para los homosexuales logrados en California (hasta hace unas fechas se han podido casar en la patria del gobernador republicano Schwarzenegger), pero lucharía por la derogación de la Proposición 8, ésa que ahora, y en reciente referendo, veta el altar a los homosexuales. El alcalde de San Franciso, el demócrata Edwin Newsom, estrellas del celuloide, como Steven Spielberg o Brad Pitt, y hasta empresas del fuste de Apple o Google, se han alineado en su contra.
«No he querido estrenar el filme antes del voto de esta América que elige un presidente afroamericano y, al mismo tiempo, no considera ciudadanos a tantos seres humanos. Obama no se ha pronunciado sobre la Proposición 8, no podía en el momento de las elecciones. Ha sido sibilino, no contrario», argumenta el realizador Van Sant.
Su película sobre este idolatrado activista –considerado uno de los ı00 héroes del siglo XX por la revista Time– llega ı4 años después de un fracasado proyecto. Lo iba a protagonizar el vitriólico Robin Williams bajo la dirección de Oliver Stone, se titulaba El alcalde de la calle Castro y tomaba como fuente una biografía del mismo nombre firmada por Randy Shilts. El libro abundaba en el auge y tragedia de quien se había autoproclamado regidor del epicentro gay de San Francisco.
Anteriormente, Rob Epstein husmeó sus huellas en Los tiempos de Harvey Milk, que se alzó con el Oscar al mejor documental en ı984. Ahora llega la versión de Gus Vas Sant, un realizador experimentado en el cine con aristas –en algunos casos decididamente de autor–, como demuestran Drugstore Cowboy (con un Matt Dillon yonqui y atracador de farmacias), Mi Idaho privado (Keanu Reeves y River Phoenix metidos a chaperos) y Elephant (vuelta de tuerca a la matanza del instituto Columbine).
Rugby y ópera. Van Sant y Penn abordan la vida de este neoyorquino de Long Island, de educación judía y antepasados del Báltico. Dicen que de crio sufrió las burlas de otros niños por sus orejas de soplillo y su nariz de Cyrano. Con fama de graciosete y travieso, jugó al rugby en la escuela y desde edad temprana se deleitaba con la ópera (en el filme suenan pasajes de su favorita, Tosca, de Puccini, para acentuar momentos cruciales del guión).
Hincó los codos en Albany entre ı947 y ı95ı, especializándose en matemáticas. A nadie le contó su secreto adolescente: le gustaban los chicos. Y eso que, en un principio, se definía como una mente conservadora que pretendía fundar un hogar tradicional. Su horizonte estaba lejos de una foto familiar enmarcada en el salón. En su historial policial consta que con ı7 años fue detenido por practicar cruising –sexo con desconocidos en lugares públicos– en los recovecos que brinda Central Park.
Tras graduarse, se alistó en la Armada para batallar en la guerra de Corea. Sirvió en un barco que rescataba submarinos en apuros, antes de ser destinado a la base naval de San Diego. Se licenció como teniente sin que trascendieran ninguno de sus fornidos ligues con ancla tatuada en el bíceps. Tras algún que otro desencuentro amoroso, sopesó casarse con una amiga lesbiana de Miami «para tener una coartada», según sus propias palabras.
Milk dio tumbos laborales en Nueva York –corredor de seguros, investigador de siniestros– e inició una relación duradera con Jack Galen McKinley. También compartió lecho con Craig Rodwell, uno de los agitadores de los violentísimos disturbios de Stonewall en ı969 en favor de los derechos de los homosexuales. Pero su verdadero lugar al sol lo encontraría en el colorista y permisivo ambiente de San Francisco en los años 70.
La quimera hippie de la costa este hipnotizó a Milk, que dejó su aburrido trabajo en la banca en busca de los soldados gays expulsados del Ejército que habían aparcado sus cuerpos en San Francisco. Dijo adiós a la comodidad burguesa (llegó a quemar públicamente su tarjeta de crédito) y abrazó la transgresión en una coyuntura escandalosa. Por aquel entonces, la homosexualidad era considerada una enfermedad por el Instituto de Salud Mental de Estados Unidos, dando motivos de sobra al activista y a sus greñudos amigos para luchar contra el sistema. La Justicia y la calle reñían sobre la legalización del sexo voluntario entre adultos de idéntico género.
En ı972, y con ı.000 dólares en el bolsillo, Milk abrió una tienda de fotos en Castro Street, en el corazón arco iris del Eureka Valley. El local se convirtió en la meca de la lucha rosa. La indignación ante el clima opresivo hacia los homosexuales y su innata audacia a meterse en todo tipo de berenjenales le llevaron en ı973 a presentarse a concejal de la ciudad. Al principio, se topó con las trabas de Jim Foster, un conocido activista gay que luchaba contra el hostigamiento policial y que veía opacado su protagonismo. Irrefrenable, el carisma de Harvey creció como la espuma... de la cerveza. Cuenta Les Wright en el libro Queer Sites (Lugares de maricas) en su pasaje sobre San Francisco, que «Milk se la jugó. Creó la primera alianza entre los gays y obreros de sindicatos para boicotear a la cerveza Coors [acusada de homofobia, entre otras cuestiones laborales, puesto que no contrataba conductores gays]». El veto resultó un éxito.
Maquiavélico. De este modo y tras tres intentonas anteriores, en ı977 fue elegido miembro del Board of Supervisors, reputado órgano del consistorio californiano. Renunció a sus abalorios y su atuendo informal; se cortó el pelo y vestía impecable traje. Algunos le definirían como un Maquiavelo rosa, con discutibles medios para conseguir sus fines. Su ascenso fue una auténtica conmoción. Se trataba del primer hombre abiertamente gay en ser elegido en las urnas. A su estela floreció una explosión homosexual, urbana y cosmopolita, que se concentró en las zonas de Polk Street, Castro (la barriada más popular, un imán bajo el lema del Go west que invitaba a todos los americanos reprimidos a declarar su tendencia sexual viajando a San Francisco) y Folsom Street, un vecindario célebre por su imaginería sadomasoquista. Sólo el estallido del sida en los 80 menoscabó la feliz convivencia de todos ellos.
En el plano político, se convirtió tanto en la chincheta del zapato del alcalde liberal John Moscone como en su fiel aliado. Nada más tomar posesión impulsó una ordenanza que prohibía la discriminación sexual y que fue «la más rigurosa y amplia de la nación y demuestra el creciente poder político de los gays», según calificó The New York Times. «Harvey Milk es un referente histórico, ideológico y de lucha. Siempre defendió ya no sólo la visibilidad, sino la partipación. Hay que enamorarse de uno mismo para entregarse a los demás, sobre todo cuando sabes que tienes una pulsión política. De él he aprendido que la política debe ser un movimiento de liberación, revolucionario, transformador. Su calvario fue muy superior al mío. Me marcó, incluso porque recuerdo que cuando él muere yo empiezo a leer al poeta Walt Whitman, uno de sus referentes», explica Pedro Zerolo, secretario de Movimientos Sociales del PSOE y veterano luchador por los derechos de los homosexuales en España.
La muerte de Milk abonó el mito, perpetuó su lucha. Y eso que sólo ocupó su puesto de supervisor durante ıı meses, hasta que el rifle de Dan White, un político desequilibrado y traumatizado con su éxito, acabó con su vida y la del alcalde Moscone. En el juicio a White no hubo ni gays ni lesbianas entre los miembros del jurado, y por eso dicen que sólo le cayeron siete años de cárcel. Cuando recuperó la libertad se suicidó, ahogado en remordimiento. En el filme de Van Sant, White está interpretado por Josh Brolin, a quien acabamos de ver como el borrachín presidente Bush en el último ajuste de cuentas perpetrado por Oliver Stone. Su elección parece un guiño malévolo de casting. El mexicano Diego Luna y Emile Hirsch completan el elenco principal.
Como señalan todas sus antologías, Milk barruntaba su propio magnicidio, hablando a los suyos abiertamente –y sin falsa heroicidad– de que dejaría este mundo antes de tiempo y a manos de la violencia ultraconservadora. Clarividente, legó un aforismo que ahora adorna la plaza que lleva su nombre en San Francisco: «Si una bala atraviesa mi cerebro, dejad que esa bala destruya las puertas de todos los armarios».

Fuente: El Mundo
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