Friday, August 15, 2008

 
Foucault contra el gayness

A casi 25 años de su muerte, el nombre de Michel Foucault se hace presente cuando se habla de la condición gay, cuando se construye el pensamiento queer o cada vez que se piense que el sexo no es una fatalidad. El 11 de agosto, la Comunidad Homosexual Argentina el seminario “Michel Foucault y la condición gay”. En esta ocasión, Carlos Figari y Rubén H. Ríos reflexionan sobre sus aportes a los estudios sobre sexualidad, Javier Ugarte Pérez pone en contexto la relación del filósofo con la militancia, Esther Díaz y Germán García describen el impacto que tuvo en sus propios trabajos.


Está claro que el pensamiento de Foucault sólo se refirió a la homosexualidad como una figura más del dispositivo de sexualidad organizado en Occidente entre los siglos XVII y XIX. La investigación foucoultiana del poder, que toma como modelo la carta estratégica de la guerra, al interrogar los sistemas del saber que se ocupan del “sexo”, se encuentra con la prolífica familia de los perversos en el nudo de mecanismos psiquiátricos, médicos y policiales. En principio, lo que ha interesado a Foucault, en esta producción de sujetos por técnicas implementadas por un poder-saber de características disciplinarias, es el “giro estratégico” que realizan los homosexuales hacia finales del siglo XIX al aceptarse como tales dentro de ese dispositivo. Como él ha expresado, no ha escrito para el movimiento gay, y sin embargo se ha dirigido a éste a través de entrevistas y reportajes con el propósito de inducir una nueva conversión estratégica de la homosexualidad a partir de un “arte de vivir”, de una ética-estética que tiene sus raíces en la Antigüedad pagana.
En la teoría del poder de Foucault, el movimiento de liberación gay no está al margen del gran dispositivo científico de la sexualidad de fundamentos biologistas, sino, por el contrario, ha surgido de la revolución sexual como emergencia de la “hipótesis represiva” postulada por el psicoanálisis y la izquierda freudiana desde los bordes de ese mismo dispositivo del poder burgués. No es que, en el análisis de Foucault de las sociedades modernas, no se registre la represión del “deseo sexual” por parte de las redes del poder, pero circula en segundo orden. El concepto foucaultiano de poder responde a un principio productivo (produce lo real, la “verdad”) y, de este modo, más que reprimir o prohibir, es un poder que penetra en los cuerpos y los constituye según un tramado táctico-estratégico que determina el campo social. La historicidad de estas relaciones de poder es tan radical que provoca la ilusión de la existencia –aparte de estas relaciones– de algo natural llamado “sexo”, “sexualidad”, “deseo sexual”, cuando en realidad ha sido producido por un poder-saber que a la vez que lo introduce, en la misma operación, lo reprime.
Por eso, para Foucault, la liberación sexual (heterosexual u homosexual) supone una prolongación por otros medios del dispositivo de sexualidad, en el cual éste obliga a los sujetos a “liberar” justamente aquello –el “sexo”– que el dispositivo anteriormente ha producido en ellos. Se trata entonces, en esa politización del sexo que ensaya Foucault, de que los homosexuales abandonen los modelos científicos y psicológicos instituidos por la modernidad y, en un segundo “giro estratégico”, se produzcan a sí mismos y a su propio deseo sobre la base del modelo ético-estético del “cuidado de sí” tomado de las antiguas tecnologías de subjetivación. Desde luego, Foucault sabe que no es posible trasladar sin modificaciones ese “arte de vivir” del mundo grecorromano a las sociedades contemporáneas, pero lo considera una apuesta del gayness para desactivar la producción de sujetos por parte del dispositivo de sexualidad y despojarse así de las éticas cotidianas que sostienen el orden político-económico abierto por la burguesía.
Por Rubén H. Ríos

Amor que dejó huella

La irrupción de Foucault en mi vida representó una bisagra no sólo intelectual sino también existencial. Antes había sido Hegel con quien mantuve una larga y tortuosa relación. Me seducía con la enormidad de su pensamiento, pero no me permitía poseerlo. Mejor dicho, cada avance mío sobre su cuerpo teórico permanecía en el terreno intelectual. No encontraba manera de relacionarlo con los hechos, de poder responder –desde las alturas infartantes de su vuelo teórico– a las preguntas que cada día me interpelaban desde los medios de comunicación, desde mi deseo, desde mi cuerpo, desde mi indignación.
Pero un día llegó Michel, al principio tuvimos una relación de trabajo, nada más. Tenía que frecuentarlo por razones laborales, lo estudiaba y les iba contando a mis alumnos lo novedoso de esa escritura filosófica tan diferente de todas las que había leído hasta el momento. Mientras tanto, en mi casa, un pequeño milagro se reiteraba cada mañana cuando leía los diarios. De pronto la filosofía y la comprensión de la cotidianidad fueron una y la misma cosa. Las noticias se iluminaban, Foucault me permitía comprender el presente, me brindaba herramientas, respuestas posibles para el análisis crítico de nuestro mundo.
Mucho tiempo antes –en mi época de estudiante– había tenido otro affaire de este tenor. Kant me había enseñado que quizás el más certero problema filosófico sea el problema del presente y lo que somos en este preciso momento. Pero llegó Foucault y me dijo que es probable que el objetivo más importante no sea descubrir qué somos sino rehusarnos a lo que somos, e imaginarnos lo que podríamos llegar a ser para construirnos en libertad. Y esto me lo decía un contemporáneo. En esa época en la Argentina se producía el descalabro de la dictadura, su declinación y el regreso de la democracia. Esa coincidencia vital parecía inyectarles intensidad a conceptos que me subyugaban por orgánicos, operativos y militantes.
Esas propuestas sonaban como música para los oídos de alguien que desde pequeña había advertido el inconveniente de ser mujer. Esa nena que fui se resistía internamente a la injusticia de que sus pares masculinos gozaran de privilegios negados a las niñas. Entonces creía que se trataba de una realidad “natural”, que quizá lo mejor hubiera sido nacer hombre. No porque estuviera desconforme con mi identidad sexual, sino por la pérdida de libertad que significaba poseer esa identidad. Con Foucault aprendí que se puede luchar para rechazar ese tipo de individualidad que nos ha sido impuesta durante siglos. Aprendí que la filosofía, sin dejar de ser teoría, puede promover prácticas que estremezcan las redes del poder.
Las mujeres, junto con los locos, los desocupados, los homosexuales y otros relegados sociales, pertenecen al sector periférico de una cultura que es patriarcal incluso en la construcción del saber (hasta la ciencia es machista). El filósofo equipara el poder masculino sobre la mujer con la psiquiatría sobre los enfermos mentales, o la administración biopolítica sobre la vida de la población. Concibe la resistencia como “luchas transversales” que van más allá de límites territoriales, cuyos objetivos deben ser los efectos de poder sobre los cuerpos. Son luchas inmediatas en tanto no aspiran a utopías y afirman el derecho a la diferencia aquí y ahora.
Se trata de una batalla contra las codificaciones a priori de nuestros deseos. No hay que atacar a tal o cual institución sino a los dispositivos de poder coaccionantes. Sin perder de vista que cuando nos enamoramos del poder replicamos esos dispositivos.
Hay que saber tomar distancia a tiempo y creo que en eso los dioses me han sido propicios. Actualmente mi enamoramiento de Foucault pertenece al pasado, pero por suerte me quedaron los bienes gananciales de su teoría y el recuerdo de apasionadas contiendas de posesión intelectual, después de las cuales aspiro alegremente a ser señora de nadie.
Por Esther Díaz

Fuente: Pagina12
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