Sunday, October 05, 2008

 
Dar la cara


El triángulo de la felicidad: Doris, Rock y Linda

Ser feliz en los ’60 era parecerse a ellos. Ni liberados, ni militantes, ni existenciales: felices. Doris Day y Rock Hudson fraguaron un molde cómico y romántico de pareja, con el codo apoyado en la revolución sexual y el resto del cuerpo en la moral puritana. Rock y Doris: células de la célula de la sociedad, dupla picante, pero sana. Ella, rubia y cantarina; él, apuesto, varonil, muy varonil, metro noventa, voz ronca, irresistible, ocho años consecutivos (entre 1957 y 1964) figurando en el top ten de las estrellas más amadas. Pero no hay molde que haya durado mucho en el siglo XX. Así es que en los ’80 la diversión de la familia se volvió camp. Si se busca una serie con estética gay furiosa, allí está Dinastía: con los vestidos más brillosos y ridículos que jamás se hayan visto en televisión, un elenco plagado de divas furiosas (no olvidar que Linda Evans, la buena, casi mata en serio a Joan Collins, la malísima, de un empujón demasiado verídico), maridos elegantes y hasta un hijo gay, Steven, dolor de cabeza del padre (John Forsythe) y regalón de la mamá (Collins), que como toda diva que se precie apañó al nene cuando éste dejó a su pérfida esposa por el atractivo Luke y disfrutó cuando ambos se dieron el escandaloso beso en la pantalla familiar. Pero no hay éxito que dure tanto y así fue que los empetrolados Carrington, luego de cuatro años de fidelidad, necesitaron calentar la pantalla con otro beso.
Hora de que vuelva Rock a escena. Sólo un auténtico macho, derroche de testosterona en la sonrisa y en esa espalda de cargador de pianos tan peinado podía poner un poco de orden en esta caja de locas y de paso hacer tambalear a la secretaria joven devenida Sra. Carrington. El objetivo de Rock (Daniel Reece): venir, besar, vencer. Romper la farsa, patear el tablero. Ni él mismo, ni los productores, ni el público, ni la pobre Linda Evans tenían idea de hasta qué punto iba a cumplir con lo que le estaban pidiendo.

El beso de la muerte

Dejó todo con tal de estar allí. Y todo, en ese momento, era un costosísimo protocolo que bajo la tutela del doctor Dominique Dormont le administraban con bastante éxito en París. Experimentaban con una nueva droga (HPA-23) contra el “cáncer rosa” que le habían diagnosticado hacía más de un año. El mismo cirujano que en 1981 lo convenció de hacerse su primera estética le había ordenado una biopsia por esa mancha roja en el cuello. La encargada de darle el resultado lo llamó por teléfono a su mansión, “El Castillo”, y le preguntó si estaba sentado. Después, recordaría Hudson en las memorias que dictó a Sara Davidson, la voz siguió así: “Será mejor que se siente, es un sarcoma de Kaposi. Tiene el síndrome de inmunodeficiencia adquirida”. Cuando consultó a otro médico sobre si la enfermedad era terminal, recibió un parlamento de película mala: “Si yo fuera usted, ya mismo estaría poniendo mis asuntos en orden”. Cuando llegó la propuesta de participar en unos capítulos de Dinastía, Hudson estaba en el inicio de ese tratamiento, sin que nadie más que tres amigos muy íntimos lo supieran. Le ofrecían 2 millones y medio de dólares que no iba a poder gastar. Era la oportunidad de despedirse de su público, amas de casa desesperadas por él, y provocarles, como antaño, el deseo imposible, el suspiro ardiente. Dejó todo y voló hacia los sets de Los Angeles.
La escena del beso llegó en marzo de 1985: Krystle Carrington, que viene resistiendo al acoso del galán en sucesivos capítulos, se cae del caballo, está más vulnerable que nunca. Daniel Reece intenta ayudarla, se agacha y ahí, tan cerca los labios, se funden en un apasionado beso que los hace rodar por el piso como dos bestias en celo. ¡Corten!
Ni Linda ni el director podían creer lo que estaba pasando: el plato fuerte de la temporada, por culpa de Rock, se convertía en un trámite anodino, beso casi casto que en nada se parecía a los que había dado en sus tiempos mozos, incluida la misma Linda. La escena se repitió una vez más, pero no hubo caso. Cuando apenas unos meses más tarde, el 25 de julio de 1985, desde París, se transmitía al mundo el anuncio oficial en la voz de su publicista Yanou Collart: “El señor Rock Hudson tiene el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, que le fue diagnosticado hace más de un año en los Estados Unidos”, este beso mezquino cobró sentido.

Nace el sida

Fue el primer indicio de hasta qué punto la llegada del sida iba a modificar las relaciones sexuales, amorosas, entre colegas, entre Estado y ciudadanía, y más. Linda Evans sintió, al menos hasta que tuvo los resultados de los análisis, el fuego del infierno, y no lo pudo disimular. ¿La había besado sabiendo que estaba enfermo? Había que hacerle juicio, había que matarlo. ¿Cómo? Ya estaba muerto. Se forjaba aquí la silueta del “sidoso” vengativo capaz de recurrir a los métodos más bizarros, como dejar agujas en teléfonos públicos o eyacular en ensaladas con tal de contagiar, y de quien había que cuidarse escondiendo los cepillos de dientes que hubiera en el baño. Rock había preguntado a sus médicos antes de hacer la escena y le habían dado permiso para besar. Extremó los cuidados, casi no abrió la boca. También nacía el mito de que todo contacto contagia, la saliva, el aliento, la caricia, la proximidad en el trabajo.
El beso de la infidelidad recorrió el mundo y fue repetido por TV con la misma obsesión que el primer paso del hombre en la Luna. No era para menos. Registro único del instante en que un hombre, no cualquiera sino el paladín de la heterosexualidad se transformaba en gay, así, homosexual como era, besaba a una mujer (¡a la Sra. Carrington!) y con esto le pasaba la posta rosa al hemisferio hétero que había mirado para otro lado mientras un mal sin nombre liquidaba pervertidos.
El actor, que declaró alguna vez “siempre he querido mantener mi intimidad. Nunca quise escribir un libro, ni permití que tomaran fotografías de mi casa y nunca he dejado que el público sepa lo que pienso”, salió del closet en un tiempo en que ni siquiera había closet, tuvo sida cuando sólo había sarcoma de Kaposi y, por más que mucho en esto haya actuado la casualidad, hizo avanzar años luz el trabajo de la militancia. El público, más allá de lo que quisiera hacer o pensar, reaccionó. Para bien y para mal. Como señala Carlos Monsiváis: “El prejuicio domina la primera etapa, enloquece a muchísimos enfermos y enferma la información. Durante sus ocho penosos años, el gobierno de Ronald Reagan hace lo imposible por no entender y por no actuar. Ya es una gran hazaña de Reagan llamar por teléfono a su gran amigo Rock Hudson y hasta allí le alcanza su apertura de criterio (supongo que el teléfono se desinfectó antes y después). Se extiende en los medios la descripción del sida como enfermedad moral. Como operación de asepsia, se enfrenta la pandemia con estadísticas, técnica aún ahora prevaleciente. Mientras tanto, como señalaba entonces Bruce Decaer, el responsable del área de salud de California, “entre que anunció su enfermedad y el día en que murió, en tres meses se recaudó más dinero para luchar contra el sida que en los anteriores tres años”. El día en que una víctima famosa “le ponía una cara al sida”, el Parlamento americano destinaba 189,7 millones de dólares para buscar un remedio. Rock dejaba para la causa gran parte de su herencia, incluidos los derechos de la autobiografía que jamás habría querido escribir. En el lecho de muerte, Elizabeth Taylor construía la columna celebrity de esta nueva cruzada, enunciando un epitafio que no por obvio dejó de ser mantra: “Que la muerte de Rock no haya sido en vano”.
El cholulismo, gran catalizador, consiguió inspirar más compasión que condena. Uno de los nuestros tiene sida. Uno de los nuestros es gay. ¿Dos enunciados falsos? Dos sensaciones térmicas que se instalaron bien en el fondo de los corazones criados a imagen y semejanza de Doris y Rock. Pocos días después del anuncio se organizó en Los Angeles una gala de honor para recaudar fondos: en una noche juntaron más de un millón de dólares con la venta de entradas; Hudson no pudo asistir, pero envió un telegrama que leyó Burt Lancaster: “No me alegra tener sida, pero si esto puede ayudar a otros, al menos mi desgracia tendrá algo bueno”.
¿A quién no le gusta ese closet?
Primero dijo que estaba a dieta, luego que estaba haciendo mucho ejercicio. Más tarde, que sufría de anorexia. Según Yanou Collart, “lo más duro que me tocó hacer en mi vida fue entrar a su habitación y leerle el comunicado para la prensa. Nunca voy a olvidarme de su cara. Cómo explicarlo... Muy poca gente sabía que él era gay. En sus ojos se leía que estaba destruyendo su propia imagen. Cuando terminé de leérselo, sólo dijo: ‘Está bien, tírenselo a los perros, es lo que hay que hacer’”. Aun así, más tarde quiso instalar la idea de que se había contagiado por una transfusión de sangre. No quería hacer lo que estaba haciendo. No tenía atrás una historia militante sino una carrera basada en la ficción. ¿Tantos besos mentidos para nada? ¿Quién querría?
Antes de la oferta de Dinastía le habían ofrecido el papel de Gene Barry en La jaula de las locas. Dijo que no. Jamás representó el rol de homosexual, ni en cine, ni en televisión. Sólo con sus amigos, en su castillo, en bambalinas, con amigas, cuando salía por las calles sin el menor disimulo a buscar chongos. Vivió en una época en que Hollywood respetaba la intimidad que pudiera hacer perder el negocio. Su secretario recuerda que, cuando le dieron el diagnóstico, le dijo: “Espero morirme de un infarto antes de que la gente se entere de esto”.
Muchas enamoradas habrían aceptado la hipótesis de la transfusión. Tal vez en los ’60, antes de Stonewall, habría sido posible seguir con la farsa; ahora ya era tarde. Al día siguiente del anuncio, el escritor, activista por los derechos de los gays y ex amante ocasional, Armistead Maupin, publicaba en su columna del diario Chronicle de San Francisco, intimidades y escenas sexuales de Rock con lujo de detalles mientras acotaba, como reproche y justificación, que “nunca me pareció interesado por el tema de los derechos de los gays”, y le rendía un homenaje confesando que su corta relación con el actor había servido para reconciliarse con su mamá: “Le conté a mi madre que estaba saliendo con Rock; si eso no me redimía, nada lo haría”.
Rock Hudson vivió en un closet de lujo desde que empezó a triunfar en Hollywood. Todos los hombres que se le antojaron pasaron por su cama. Fiestas faraónicas en “El Castillo”, corridas nocturnas y un aparato de prensa cuidadoso sirvieron para mantener oculta la doble vida. Un novio de años, los secretarios personales, los amantes golondrina, las estrellas, la exótica presencia del jardinero japonés y la piscina, el baño turco, el gimnasio, varios cocineros, el mayordomo que se paseaba en toallita cargando a la perrita Zil Tsu armaron una fiesta secreta. De haberlo sabido, qué alivio habrían tenido tantos hombres heterosexuales que trataban de imitarlo en vano. Cuánto se habrían preguntado las mujeres acerca de sus gustos y la masculinidad. El súmum de lo varonil estaba construido a fuerza de golpes y make up por un agente que se había acostado con él. Cada desastre matrimonial de Hollywood era cargado a su cuenta y cuando la verdad estuvo a punto de destaparse, le arreglaron un casamiento con una ingenua secretaria que, al mejor estilo Lady Di, creyó que tendría el amor del príncipe. “Acá hay muchos rumores —le dijo Hudson en la primera salida—. No vayas a creer jamás ninguno.” Phyllis Gates, la secretaria y esposa, tardó 3 años en pedir el divorcio y hubo que pagarle una indemnización de por vida para que no hablara, aunque no faltaron las lenguas del show business susurrando que ella era lesbiana y que el matrimonio había sido un arreglo desde el principio. De cualquier modo, en 1989, Phyllis se hizo unos pesitos más publicando Mi vida con Rock, donde explica todo lo que Rock no era.

La traición del final

Si algo faltaba para que su historia se consagrara como abecé de los tiempos del closet más cerrado, era la traición de algún oportunista. Marc Christian, un amante mucho más joven, fue quien terminó de sacar a la luz todas las intimidades a la escena más patéticamente mediática. El joven había llegado a su mansión promediando la década del ’70, cuando un cincuentón Rock Hudson comenzaba a ver su declive.
Frente al entrevistador estrella Larry King, Marc Christian contó que estaba en el living de la casa de Rock cuando escuchó en la tele que la secretaria francesa de su amante anunciaba que tenía sida y que lo habían diagnosticado un año atrás. Apenas Rock volvió de París, el entonces treintañero le preguntó por qué no se lo había dicho antes: “Cuando tenés una enfermedad como ésta, estás solo”, le contestó el actor. Marc no se dejó conmover. Esperó sigilosamente su muerte y también la apertura del testamento. Cuando vio que no había nada para él y sí para dos íntimos amigos, George Nader y Mark Miller, que lo habían acompañado durante 35 años, hizo desenterrar el cadáver.
En un primer juicio celebrado en 1989, el amante del actor obtuvo inicialmente 21,75 millones de dólares por daños y perjuicios, pero el tribunal de Casación redujo la cantidad a 5,5 millones. El tenaz demandante no se dio por satisfecho con esta cantidad, y en un segundo juicio logró que se admitiera la zozobra psicológica sufrida ante la perspectiva de “una muerte lenta e inexorable”. Un fallo eminentemente moral, sobre todo si se tiene en cuenta que los sucesivos test de VIH de Marc habían dado negativo al menos hasta cinco años después de la muerte del actor.
Rock Hudson sabía que esto iba a pasar, que su intimidad sería ventilada de alguna manera y es probable que eso lo empujara a decir la verdad públicamente, poniendo su cara y su historia a una enfermedad que marcaría el fin de siglo.
Luego decidió morir en su ley, en “El Castillo”. Por eso, 4 días antes abandonó Francia y el tratamiento que le habían propuesto pesando menos de la mitad de los 90 kilos que le habían dado la gloria. Contrató un Jet 747 para volver a Beverly Hills. Le costó 300 mil dólares. “Es el mismo presupuesto que me dan a mí para cuatro años de investigación”, comentó entonces el Dr. Dormont, mientras despedía a su paciente —su fracaso— más famoso. De todos modos, la brutal salida del closet del macho prototípico norteamericano cambió la historia del sida y obligó a buena parte del star system a comprometerse con una campaña que todavía no ha terminado.

Fuente: Pagina/12
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