Saturday, February 14, 2009

 
La generación sin armario

Es posible que los peces gordos de Telecinco no se hayan enterado. Pero Macarena, Maca, Fernández, pediatra de Hospital Central, la teleserie decana de la casa, es un icono para ciertas chicas españolas. Maca es guapa. Competente. Carismática. Y lesbiana. Rocío Fernández no se pierde un capítulo. No los mira en la tele de su casa, donde vive con sus padres. Prefiere verlos sola. Por eso se los baja de Internet. Fue en cualquier parte, con el portátil acunado en el regazo, donde la adolescente Rocío visualizó cómo quería ser de mayor.
Gracias a la historia de amor entre Maca y Esther vi que es posible amar a otras mujeres, casarse, ser madre con otra, tener éxito y respeto social. Que esto es natural y bonito, que no eres un bicho raro ni tienes que sufrir por ello. Maca me ayudó a salir de mi propio armario, el de mi familia y el del mundo".
Rocío tiene 21 años, estudia Ingeniería de Obras Públicas y es lesbiana. No lo va pregonando. Tampoco lo oculta. Vive como siente, punto. Ellas han tenido a Maca. O a Diana, la devoramujeres de Siete vidas. O a Lindsay Lohan, ex novia adolescente de América, hoy pareja de la dj Samantha Ronson. Los chicos, a Fidel, el chaval hipersensible de Aída. Al comunicador estrella Jesús Vázquez. O al mismísimo Fernando Grande-Marlaska, juez de la Audiencia Nacional, aconsejando en las vallas el uso del preservativo a los hombres que, como él, tienen relaciones sexuales con otros hombres.
Todos, ellos y ellas, han visto el cielo abrirse ante sus ojos con sólo teclear la palabra gay o lesbiana seguida del nombre de su ciudad en Internet. La nueva generación de homosexuales españoles ha crecido con referentes. Espejos donde mirarse. Ejemplos en los que reconocerse. Y derechos adquiridos. Rocío estrenó su mayoría de edad en 2005, el año en que se aprobó la ley de matrimonio de personas del mismo sexo. El cuarentón Marlaska no tuvo esa suerte.
Su señoría lo confesaba ante los chavales de un instituto madrileño. "Tuve clara mi orientación sexual desde muy joven, pero perdí 25 años de mi vida afectiva por la ley del silencio. Hasta los 35 años no lo reconocí ante el mundo". Marlaska y muchos de sus coetáneos han pasado su juventud apolillándose en el ropero. Entre otras cosas porque hasta los ochenta no se derogó la Ley de Peligrosidad Social, que consideraba delincuentes a los homosexuales. Algunos, habituados a una confortable reclusión privada o reprimidos por la intolerancia social, han elegido quedarse a vivir dentro. La generación de Rocío no está dispuesta a perderse nada.
Criados en la cultura de la inmediatez, acostumbrados desde bebés a pedir y que se les conceda, los nuevos gays y lesbianas no conciben esperar para empezar a vivir como son. Sin alardes, sin complejos. Por eso cada vez son más los que deciden contarlo en casa en cuanto ellos mismos lo tienen claro. Cuando se produce su despertar sexual. Cuando se enamoran. Cuando se lo pide el cuerpo. Aunque sufran. Aunque duela. A ellos y a los suyos. Una vez que descerrajan el armario de casa, el resto es más sencillo de franquear. El problema pasa a ser de los demás. De quien no les acepta. Pagado el peaje de la confesión de su diferencia, suelen ponerse el mundo por montera.
Nadie dijo que fuera fácil. Ni gratis. No es casual que casi todos los que aquí dan la cara sean universitarios urbanos. El grado de visibilidad de los jóvenes gays es directamente proporcional a su extracción social, su nivel de estudios y el número de habitantes de su localidad. El 9,1% de los escolares de secundaria se declara homosexual. Pero la homosexualidad es la primera causa de acoso en los institutos, según los colectivos gays. Uno de cada tres chicos cambiaría de pupitre si supiera que su compañero es gay. Un 90% del alumnado cree que lesbianas y gays son peor tratados que los demás. Y lo más terrible: un tercio de los suicidios juveniles tiene su causa en la dificultad para asumir o ejercer en libertad la propia orientación sexual, si se extrapolan los datos de un estudio del Instituto de la Salud de Francia.
"Maricón' es la palabra más usada en el instituto, vale para todo", confirma Álex Quesada, de 21 años, estudiante de Comunicación. "Yo sufrí acoso. No concretamente por gay, sino por ser el pringao, el débil, y encima delicado. Me machacaban. A los 13 años me atraían los chicos, pero también algunas chicas. Estaba en pleno desarrollo de mi sexualidad. Lo que más teme un adolescente es el rechazo, quedarse aislado, y yo estaba cagado". Quesada pasó años "emparanoiado". Ya no tiene miedo.
"En casa me pillaron mirando páginas de tíos en Internet. La reacción de mis padres fue negarlo, aplazar el conflicto: 'Es una etapa, ya se te pasará', dijeron. Pero no se me pasó". Así que a los 16 años se plantó delante de sus progenitores -profesionales liberales- y les soltó: "Esto no es una etapa ni quiero que lo sea. Yo soy así, esto es lo que hay". Tras esa fachada de seguridad, Álex temblaba. "El miedo al rechazo depende de lo que te importe la persona. Y no lo hubo. Sospecho que mi madre lo sabía. Ellas lo saben. Y que a mi padre no le hizo ni puta gracia. Les costó asumirlo, supongo que es normal, son generaciones distintas. Nadie les preparó para tener un hijo homosexual".
Estamos en una cafetería de barrio. Las señoras de al lado están fascinadas. El local está casi vacío, pero Quesada ha escogido este velador codo con codo con ellas. No tiene nada que ocultar. "Tampoco creo que haya que ir diciendo: 'Hola, me llamo Álex y soy gay'. Para empezar, se me nota".
-¿En qué?
-¿No ves cómo cojo el cigarro? Además, tengo espejos en casa. De chaval no tenía tanta pluma. Pero cuando sales del armario te quitas la losa y actúas con naturalidad.
Quesada estudió en el instituto Duque de Rivas, de Rivas-Vaciamadrid. Fue allí donde el juez Marlaska confesó su pasado en el armario. Álex abrió el suyo con la llave de Internet. "Es el gran aliado", dice. "Ahí conocí a los primeros chicos. No puedo imaginar la vida de los que tenían que ir a un cine o bar de ambiente para ver gente como ellos. Esa sordidez me la he ahorrado".
El horizonte terminó de despejársele al acabar la ESO. "En el insti hay mucho cafre. Manda la masa, y la masa es heterosexual. Fuera también, pero incluso en los ambientes más retrógrados la homofobia es políticamente incorrecta. En otros, ser gay es hasta chic". La cultura, el arte y la moda son algunos de esos ámbitos. Las facultades de Audiovisuales, como la de Álex, también. "Claro que hay gente de mi generación dentro del armario. Me parece legítimo. A mí se me quedó pequeño: apestaba a naftalina".
Marta Gómez no ha estado un minuto dentro. Ni siquiera el mes que duró lo que esta estudiante de Comunicación de 22 años llama su "lucha interna". "En el instituto empecé a fijarme en chicas", relata. "Vi que las personas que me atraían eran de mi sexo. Para mí no fue una opción consciente. Soy así. Pero la sociedad te empuja a ser heterosexual. Tú eres la primera que lo consideras raro. Primero te planteas que cómo vas a ser lesbiana; como mucho, bisexual. Hasta que lo vas asumiendo, aceptando, y entonces viene otro problema: decírselo a los tuyos".
La madre de Marta no se desmayó cuando su hija de 14 años le confesó sus sentimientos. Carmen Garrido, de 56 años, lleva décadas oyendo cuitas de adolescentes en los colegios donde ha ejercido de psicóloga. Ahora tenía trabajo en casa. "Algo había notado. Tenía otro tipo de antenas además de las de madre", confirma. Marta ha invitado a sus padres a la entrevista. "Al principio creímos que podía ser la ambivalencia de la adolescencia. Le dijimos que no se pusiera etiquetas, que viviera abierta a evolucionar de una forma u otra. Nosotros estuvimos alerta, presentes sin presionar, hay que tener paciencia. Te preocupa que sufra, que la hieran. Pero a un hijo no se le ponen condiciones. No es tuyo, es una persona".
Marta tomó el consejo al pie de la letra. Siguió su vida. Libre. Sin miedo. Empezó a llevar amigas a casa. A invitar a sus novias -"soy de relaciones largas"- a los eventos familiares. La fuerza de los hechos y la costumbre hicieron el resto. Ahora las cosas están claras. Para todos. "La sorpresa de los allegados es gradual y se supera", dice Mariano, su padre, un consultor de 50 años. "Somos una familia unida que acepta a la gente como es".
-Disculpen que se lo diga, pero parecen ustedes unos padres de anuncio.
-Soy consciente de que nuestro caso puede no ser mayoritario. Tengo compañeros que me dicen marica porque me doy crema de manos. Mentiría si dijera que no tenemos cierta inquietud: esto no lo acepta todo el mundo. Somos católicos, y la manifestación de los obispos contra el matrimonio gay nos ofendió profundamente.
Marta conoce su suerte. "Mi pareja está aún en proceso de contárselo a sus padres". Ella no se esconde, pero tampoco se exhibe. En el instituto no lo contó a nadie. "Si te insultaban por sacar buenas notas, imagínate por lesbiana". Luego lo ha dicho a quien más le importa. "Al resto, ¿para qué?". Lo que sí ha hecho es colgar en YouTube la presentación de Vidas de cristal helado (Atlantis), la novela que escribió a los 18 años. La protagoniza una chica lesbiana que vive en Reata, "un sitio en el que no puedes ser tú mismo". Alguien que no tuvo su suerte.
La exposición en Internet es el activismo particular de Marta. "Sé que tenemos libertad gracias a la lucha de los mayores. Pero yo soy diferente. No he tenido esa amargura. Vivo con alegría. Eso también es activismo".
Ella es una 'nativa digital'. Forma parte de la generación que no recuerda el mundo sin Internet. Para la que la Red es el medio natural. La frontera se sitúa en torno a la treintena. Los mayores son ya inmigrantes digitales. El 83% de los jóvenes españoles son usuarios de redes sociales. Gays y lesbianas las usan el doble que los heterosexuales, según la firma MediaMetrix. Internet bulle de testimonios arcoiris. Lesbianas y gays que se confiesan a la ciudad y al mundo. "Viviendo a pleno, sintiendo por primera vez, experimentando, sexualidad, 17 años, gilipollez, adolescencia", declara un tal Mikami en su perfil personal (creciendodeprisa) en Blogspot. También los hay colectivos.
En cuanto acabe esta reunión, sus asistentes colgarán las fotos en YouTube, Tuenti, Facebook, MySpace y Fotolog. Así levantan acta los activistas digitales. Autoafirmándose. Dejándose ver. Poniéndose a un golpe de ratón de quien lo desee. Estamos en la Facultad de Arquitectura. Un grupo de chicos y chicas ocupan el aula. Son estudiantes de teleco, informática, aeronáutica, derecho. Y miembros de Arcópoli, la asociación LGTBH (Lesbianas, Gays, Transexuales, Bisexuales y Heterosexuales) de las universidades Politécnica y Complutense de Madrid.
Creada en 2004, Arcópoli es una asociación innovadora. Gays y lesbianas; homos y heteros trabajando -"y divirtiéndose"- juntos. "No somos feministas, ni machistas, ni de un partido ni otro, sino un grupo de iguales luchando por la igualdad", dice Rubén López, ingeniero de telecomunicaciones. Ló­pez, de 29 años, se creía "el único maricón de ingeniería" cuando vio un cartel de Arcópoli. "Tenemos referentes, sí, pero nos faltan arquitectos/as, ingenieros/as, médicos/as, y no sólo actores o artistas", dice. "Aquí estamos, somos profesionales fuera del armario. Algo se mueve y no tiene vuelta atrás".
Araceli Cuevas y Esther Martínez conocen sus derechos y los ejercen. A sus 26 años, llevan tres casadas. No fue un impulso. Llevaban 10 años de noviazgo. Cuevas y Martínez practican "activismo de hecho". No creen que declararse lesbianas sea parte de su intimidad. "Decir en el trabajo que vas con tu mujer a una casa rural es activismo puro y duro. Intimidad sería contar qué hacemos en la cama". Esther y Araceli también pasaron su "calvario". Cuando supieron lo suyo, sus padres las llevaron al psicólogo "a ver quién estaba equivocado". "Yo te he parido y sé lo que sientes", le dijo a Esther su madre. "Se le pasó cuando me preguntó si yo lo sentía como una putada de la vida y le respondí que soy más feliz de lo que nunca imaginé. Ahí se acabó el drama".
"Hay que entenderlos. Para ellos es un marrón, es un trauma decir a todos que tu hijo es homosexual. Cuando tú sales del armario, les metes a ellos", confirma Rocío. "En sus expectativas no entra que su hijo sea gay. Creen que no tendrán nietos, que su árbol genealógico se seca, pero como te quieren, lo acaban aceptando", zanja Araceli.
Gritos, lágrimas y, al final, un abrazo. Muchos describen así el momento en que confiesan a sus padres su homosexualidad. Duele, pero compensa, dicen. A todos. "Esta generación es la más planificada de la historia", aporta Gerardo Meil, sociólogo y autor del ensayo Relaciones entre padres e hijos en la España actual (La Caixa, 2006). "Son los reyes de la casa. Las relaciones dentro de la familia han cambiado. Hay que negociar antes de llegar al conflicto porque los lazos ya no se suponen para toda la vida, se pueden romper. Ese abrazo significa: 'Eres diferente, pero te integramos'. Los padres saben que o les aceptan o les pierden".
Omar Hossain no olvida el achuchón de su padre en la hora de la verdad. El señor Hossain fue el último en enterarse. A Omar le atraían los chicos desde el parvulario. "Tenía un instinto sexual fuerte, pero esperaba que se me fuera. Hasta que pensé: 'Joder, ¿qué va a ser de mí? Esto no se me quita".
Hossain, hijo de padres separados, siguió el itinerario habitual: Internet, primeras citas, primeros amores. Fue saliendo del armario de amigo en amigo. "Según lo iba diciendo, me sentía mejor". Hasta que, a los 19 años, estudiando fuera de casa, se confesó. Primero a su madre, por teléfono. Después a su padre, mientras iban en coche. "No dijo nada. Salió en una gasolinera y al volver me abrazó. Él es musulmán. Me dijo que mi vida era mía. Hasta hoy", dice Omar, de 23 años. Sólo lamenta el tiempo perdido. "Salí tarde y no pierdo un minuto. Tengo derecho a disfrutar de mi sexualidad".
Silvia y Neus Sanchis son artistas y tienen 23 años. Se apellidan igual, pero no son familia. Aún. Planean casarse. Tener hijos: "Uno cada una". Por ahora viven juntas en un piso que pagan con los 210 euros de la renta de emancipación del Gobierno. Todo esto en Ontinyent, un pueblo valenciano de 45.000 habitantes. Silvia y Neus son novias desde los 16. Sobrevivieron al aquí huele a tortilla del instituto. Confesaron su amor a sus padres: "En pareja es más fácil: una apoya a la otra". Recibieron el correspondiente abrazo. Y pusieron tierra de por medio.
En Barcelona, donde estudiaron, vieron el cielo abierto. "Vivíamos juntas. Había locales, librerías, gente como tú por la calle. Hizo falta irse para poder volver". Están de nuevo en casa. "Nos fuimos huyendo y volvimos para pagarles la huida a nuestros padres", dice Neus. "Se lo debíamos", confirma Silvia. "Si no, el muerto siempre estaría aquí. Ya lo hemos llorado juntos y estamos en paz".
Su cuarto está lleno de autorretratos. Una bella durmiente Silvia recibe el beso de la princesa Neus. Las dos en la cama, hechas un ovillo de piernas y brazos. Su obra completa está en Internet (silviayneus.com). No hay que salir para ver a esta pareja visible.
Carmen Hernández siente "alegría y envidia". Hernández, de 34 años, es la coordinadora de políticas lésbicas del histórico colectivo FELGTB. "Hay un cambio generacional brutal. Yo ya no pillé Internet de adolescente. Estas chicas se han ahorrado traumas, soledad y dolor".
Javier Díaz, de 37 años, concejal de Juventud en Arganda (Madrid), se congratula de la novedad. Díaz, del PP, conoce la homofobia de primera mano. En noviembre tuvo que soportar comentarios jocosos sobre su homosexualidad por parte de un colega socialista, también gay. No se arredró. "He seguido una política de hechos consumados. Llegué al PP con pareja. Ésa es la vía". El edil asiste con una mezcla de satisfacción y distancia a la eclosión de la nueva generación gay. "Traen de serie normalidad, visibilidad y libertad. Ser como son sin que les señalen. Estupendo. Pero les veo algo subiditos. Ser gay no es guay, sólo una condición sexual".
Marce Rodríguez, periodista de 44 años, salió del armario de su casa a los 40, en la portada de esta revista. "Queremos casarnos", decía el titular poco antes de la aprobación del matrimonio gay. Rodríguez, que se casó finalmente con su novio, publica Mis padres no lo saben (Plaza y Janés), un libro donde cuenta la vida de homosexuales de su generación. "La falta de referencias era absoluta. Demoledora. Jesús Encinar, el fundador de idealista.com, me confesó que de joven pensaba que los únicos gays del mundo eran los griegos, Federico García Lorca y él. Figúrate yo, hijo de una familia humilde de Móstoles sin clásicos en la biblioteca. El único gay del planeta era yo".
Acaba la reunión de Arcópoli. Alessandro Baldo, un erasmus italiano, toma notas. Flipa. Quiere montar algo así en su pueblo, Udine. Para él, España sí que es diferente.

Fuente: El País
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