Wednesday, January 27, 2010
Modernidad y matrimonios del mismo sexo
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Desde la Revolución francesa, el matrimonio dejó de ser concebido como un sacramento para transformarse en un contrato (o, si se quiere, en una institución) del derecho civil. Si, en el ámbito canónico, la diferencia de sexos es consubstancial a la unión pues el matrimonio conlleva la finalidad reproductiva, en el ámbito civil, en cambio, lo que resulta particularmente relevante es la voluntad de los contrayentes.
De ese modo, una vez producida la secularización de las nupcias, la consumación (como fusión de dos carnes) propia dell sacramento religioso es substituida por el consentimiento (como unión de dos voluntades) propio de la ley civil. Siendo el acuerdo de voluntades, y no la copula carnalis, lo que hace a la esencia del matrimonio, la conditio sine qua non de su existencia no puede continuar siendo la diferencia de sexos de los contrayentes. Recuérdese además que para la ley civil ni el proyecto reproductivo ni la fertilidad de los consortes constituye un requisito para contraer matrimonio. Los estériles, las mujeres menopáusicas o simplemente aquellos que no desean tener hijos nunca se vieron privados del derecho matrimonial.
Si la apertura del casamiento a las parejas del mismo sexo suscita todavía reacciones negativas, es porque al hablar de matrimonio muchos de los opositores hacen referencia no tanto a la dimensión civilista de dicho instituto sino a su pasado sacramental. De alguna manera vuelve a repetirse la querella entre Antiguos y Modernos y si los términos de la misma se renuevan en cuanto a la forma, las cuestiones de fondo persisten.
Es en ese sentido que propongo leer la actualidad jurídico-política del “matrimonio gay”. Vale decir como una profundización del derecho moderno fundado en la libre elección del estado civil (soltero o casado) y en la voluntad abstracta de los contrayentes. Esta profundización de la visión moderna de los lazos familiares se produce tanto a nivel de la vida de la pareja como de la filiación.
Desde la Revolución francesa, el matrimonio dejó de ser concebido como un sacramento para transformarse en un contrato (o, si se quiere, en una institución) del derecho civil. Si, en el ámbito canónico, la diferencia de sexos es consubstancial a la unión pues el matrimonio conlleva la finalidad reproductiva, en el ámbito civil, en cambio, lo que resulta particularmente relevante es la voluntad de los contrayentes.
De ese modo, una vez producida la secularización de las nupcias, la consumación (como fusión de dos carnes) propia dell sacramento religioso es substituida por el consentimiento (como unión de dos voluntades) propio de la ley civil. Siendo el acuerdo de voluntades, y no la copula carnalis, lo que hace a la esencia del matrimonio, la conditio sine qua non de su existencia no puede continuar siendo la diferencia de sexos de los contrayentes. Recuérdese además que para la ley civil ni el proyecto reproductivo ni la fertilidad de los consortes constituye un requisito para contraer matrimonio. Los estériles, las mujeres menopáusicas o simplemente aquellos que no desean tener hijos nunca se vieron privados del derecho matrimonial.
Si la apertura del casamiento a las parejas del mismo sexo suscita todavía reacciones negativas, es porque al hablar de matrimonio muchos de los opositores hacen referencia no tanto a la dimensión civilista de dicho instituto sino a su pasado sacramental. De alguna manera vuelve a repetirse la querella entre Antiguos y Modernos y si los términos de la misma se renuevan en cuanto a la forma, las cuestiones de fondo persisten.
Es en ese sentido que propongo leer la actualidad jurídico-política del “matrimonio gay”. Vale decir como una profundización del derecho moderno fundado en la libre elección del estado civil (soltero o casado) y en la voluntad abstracta de los contrayentes. Esta profundización de la visión moderna de los lazos familiares se produce tanto a nivel de la vida de la pareja como de la filiación.
Igualdad radical de los cónyuges
El matrimonio gay se inscribe en la historia del largo proceso de democratización del matrimonio occidental. Despojado de su naturaleza religiosa, el matrimonio laico basa su legitimidad en la voluntad recíproca de las partes. De acuerdo con la concepción civil, la alianza se funda exclusivamente en la libertad de los contrayentes. El derecho moderno pone fin de ese modo a la consumación e instaura el consentimiento como causa y legitimación de la unión.
La dimensión contractual es así valorizada. La elección individual es el elemento principal del contrato. El derecho sólo tiene que garantizar dicha libertad contractual. Aceptado esto, resulta evidente que las características del co-contratante, por ejemplo su aspecto físico, su renta anual, sus creencias religiosas, su sexo o su orientación sexual, si bien pueden ser esenciales en la elección particular resultan irrelevantes del punto de vista jurídico, siempre que el contrato no se encuentre viciado. Todo individuo debe tener derecho a escoger su estado civil, imponer la soltería a una parte de la sociedad es contrario a los valores del Estado de derecho.
Además, el matrimonio entre personas del mismo sexo termina con la visión del contrato implícito de género, afirmando así la igualdad radical de los cónyuges. En el matrimonio tradicional cada uno ocupaba un lugar en función de su sexo: al hombre el gobierno de la familia y a la mujer su administración doméstica. Si el movimiento feminista puso fin a dicho “contrato de género” denunciado como la perpetuación de la desigualdad social y política, el movimiento lésbico y gay radicaliza dicha evolución pues rompe con la base misma de la diferencia de sexos como constitutiva del contrato.
Por eso el nuevo código civil español no habla ya de “marido” y “mujer”, denominaciones de tipo residual que hacen referencia a la especificidad de las funciones masculinas y femeninas, sino de “cónyuges” o “consortes”, terminología más adecuada con la exigencia de igualdad entre las partes ya que los derechos y obligaciones no están determinados por el sexo de los contrayentes.
La dimensión contractual es así valorizada. La elección individual es el elemento principal del contrato. El derecho sólo tiene que garantizar dicha libertad contractual. Aceptado esto, resulta evidente que las características del co-contratante, por ejemplo su aspecto físico, su renta anual, sus creencias religiosas, su sexo o su orientación sexual, si bien pueden ser esenciales en la elección particular resultan irrelevantes del punto de vista jurídico, siempre que el contrato no se encuentre viciado. Todo individuo debe tener derecho a escoger su estado civil, imponer la soltería a una parte de la sociedad es contrario a los valores del Estado de derecho.
Además, el matrimonio entre personas del mismo sexo termina con la visión del contrato implícito de género, afirmando así la igualdad radical de los cónyuges. En el matrimonio tradicional cada uno ocupaba un lugar en función de su sexo: al hombre el gobierno de la familia y a la mujer su administración doméstica. Si el movimiento feminista puso fin a dicho “contrato de género” denunciado como la perpetuación de la desigualdad social y política, el movimiento lésbico y gay radicaliza dicha evolución pues rompe con la base misma de la diferencia de sexos como constitutiva del contrato.
Por eso el nuevo código civil español no habla ya de “marido” y “mujer”, denominaciones de tipo residual que hacen referencia a la especificidad de las funciones masculinas y femeninas, sino de “cónyuges” o “consortes”, terminología más adecuada con la exigencia de igualdad entre las partes ya que los derechos y obligaciones no están determinados por el sexo de los contrayentes.
Homoparentalidad y filiación
La apertura del matrimonio a las parejas del mismo sexo no sólo profundiza la modernidad de la alianza sino también la de la filiación. Que las parejas homosexuales puedan no sólo adoptar niños o acceder a la reproducción asistida, sino también gozar de la presunción de paternidad, significa asumir la diferencia capital entre reproducción y filiación. Es evidente que para que haya reproducción biológica es preciso el encuentro de un espermatozoide y un óvulo, pero para que exista filiación es necesaria otra cosa. Sucede a menudo que lo biológico y lo cultural coinciden pero muchas otras veces esto no es así, baste con recordar que la adopción es una forma plena y total de filiación que nada tiene que ver con realidad biológica alguna. Si, en oposición al derecho romano y durante toda la Edad Media, la Iglesia prohibió la adopción, fue precisamente porque para ella sólo la realidad biológica (naturalismo) podía fundar la filiación.
La homoparentalidad rompe también con el orden implícito de lo masculino relacionado con la producción y lo femenino con la reproducción. La paternidad y la maternidad no son más que funciones intercambiables ejercidas por individuos. Desde los años 1970 los principales códigos establecen los mismos derechos y obligaciones para los progenitores (biológicos o sociales).
Si el movimiento feminista permitió la disociación entre sexualidad y reproducción, el movimiento LGBT radicaliza la ruptura entre reproducción y filiación. Así, ya no es la capacidad reproductiva (biológico-glandular) lo que funda la filiación jurídica sino la voluntad individual y/o compartida en el marco de un proyecto parental. Esto resulta patente en la presunción de paternidad en el seno de parejas homosexuales. Ya no se puede fingir. Las uniones del mismo sexo nos obligan a asumir un sistema de filiación fundado exclusivamente en la voluntad.
La homoparentalidad rompe también con el orden implícito de lo masculino relacionado con la producción y lo femenino con la reproducción. La paternidad y la maternidad no son más que funciones intercambiables ejercidas por individuos. Desde los años 1970 los principales códigos establecen los mismos derechos y obligaciones para los progenitores (biológicos o sociales).
Si el movimiento feminista permitió la disociación entre sexualidad y reproducción, el movimiento LGBT radicaliza la ruptura entre reproducción y filiación. Así, ya no es la capacidad reproductiva (biológico-glandular) lo que funda la filiación jurídica sino la voluntad individual y/o compartida en el marco de un proyecto parental. Esto resulta patente en la presunción de paternidad en el seno de parejas homosexuales. Ya no se puede fingir. Las uniones del mismo sexo nos obligan a asumir un sistema de filiación fundado exclusivamente en la voluntad.
Camino a la modernidad
El fin del monopolio sacramental, la afirmación de la unión civil de naturaleza laica, la igualdad de los cónyuges, la reglamentación del divorcio, la filiación adoptiva, la patria potestad compartida, la autorización de métodos contraceptivos en el seno de la unión matrimonial, son algunas de las otras características del matrimonio civil, evoluciones a las cuales se han sistemáticamente opuesto los defensores de la visión residual de tipo canónico-sacramental.
El nuevo matrimonio rinde homenaje a la modernidad también por la abolición de la jerarquías y de los privilegios de las sexualidades (heterosexual/homosexual) que el matrimonio heterosexual llevaba aparejado. La unión entre personas del mismo sexo radicaliza también la laicidad pues obliga al instituto civil del matrimonio a disociarse completamente del antiguo instituto canónico del sacramento.
La apertura del derecho al matrimonio para las parejas del mismo sexo nos obliga a asumir sin cortapisas los principios jurídicos de la modernidad en materia de derecho de la familia. De ahora en adelante no podemos seguir pretendiendo que las instituciones familiares están fundadas en un orden natural que trasciende la voluntad individual.
Los argumentos que se utilizan contra la igualdad para las parejas homosexuales no son novedosos, se han usado contra los matrimonios interraciales, contra la libre disposición del cuerpo por las mujeres, contra el sufragio universal, contra el Estado de bienestar... Todas estas evoluciones fueron también consideradas por los conservadores como situaciones apocalípticas. Pero solamente los conservadores tienen un miedo irracional de la modernidad.
Habermas define a la modernidad como un proyecto inacabado, una asignatura todavía pendiente, con un gran potencial utópico. Hoy día, la lucha del movimiento LGBT aporta una contribución capital a la realización de dicho proyecto. Daniel Borillo - Fuente: Letra S - La Jornada
El nuevo matrimonio rinde homenaje a la modernidad también por la abolición de la jerarquías y de los privilegios de las sexualidades (heterosexual/homosexual) que el matrimonio heterosexual llevaba aparejado. La unión entre personas del mismo sexo radicaliza también la laicidad pues obliga al instituto civil del matrimonio a disociarse completamente del antiguo instituto canónico del sacramento.
La apertura del derecho al matrimonio para las parejas del mismo sexo nos obliga a asumir sin cortapisas los principios jurídicos de la modernidad en materia de derecho de la familia. De ahora en adelante no podemos seguir pretendiendo que las instituciones familiares están fundadas en un orden natural que trasciende la voluntad individual.
Los argumentos que se utilizan contra la igualdad para las parejas homosexuales no son novedosos, se han usado contra los matrimonios interraciales, contra la libre disposición del cuerpo por las mujeres, contra el sufragio universal, contra el Estado de bienestar... Todas estas evoluciones fueron también consideradas por los conservadores como situaciones apocalípticas. Pero solamente los conservadores tienen un miedo irracional de la modernidad.
Habermas define a la modernidad como un proyecto inacabado, una asignatura todavía pendiente, con un gran potencial utópico. Hoy día, la lucha del movimiento LGBT aporta una contribución capital a la realización de dicho proyecto. Daniel Borillo - Fuente: Letra S - La Jornada
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